Sabía que me habían enterrado según el rito mexicano por el sudario que
me cubría y por la estatua doliente que me velaba afuera del ataúd, donde
también había un retrato mío. De él salí arañando la tierra con mis pobres manos,
manos que habían escarbado terruños otras veces, pero con fines arqueológicos,
no de supervivencia. Los jirones del vestido de novia me ataban al suelo como
sedosas cuerdas del inframundo, y tuve que rasgarlos a la fuerza para liberarme
de aquella prisión. Luego arrastré mis huesos por el suelo, escupiendo lo que
en un primer momento creí barro, pero luego se reveló como líquido de
embalsamar y gusanos deshechos. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta? No conseguía
recordar nada. El cementerio estaba lleno de cirios y de un notable olor a
incienso y copal. Me deslicé unos cuantos metros por el terreno, incapaz de
mover las piernas, hacia la luz. También había flores y cestos con fruta,
tortillas, y aguardiente con ajenjo. Era sin duda la noche del Día de Muertos,
y si estaba en lo cierto, por las velas encendidas, debían de ser las dos de la
mañana, hora de regreso de las ánimas a Mictlán, la región de los difuntos,
donde no existen puertas ni ventanas. ¿Iba a tener tiempo de pedir ayuda? ¿Por
qué no había podido salir antes de aquel maldito féretro?
Y entonces lo vi. Saliendo ya por la cancela. Mi
prometido, ¡allá iba! Traté de gritar, pero mi garganta cadavérica no produjo
sonido alguno. Se detuvo un momento antes de cerrar la puerta. ¿Me habría
visto? Alcé los brazos como pude. ¡Sí, venía hacia mí! ¡Oh, Dios, gracias!
¡Querido mío, sácame de aquí! Llegó corriendo a mi lado, mientras yo hacía toda
clase de esfuerzos por hablar, y miró alrededor, seguramente sin poder creer lo
que veían sus ojos. Luego salió de mi campo de visión y regresó con una pala en
la mano que rápidamente me estampó en el cráneo. Noté cómo mis vértebras se
partían, dejando mi cuello en un ángulo que no me permitía ver qué hacía, pero
sin duda me estaba arrastrando por los pies. Clavé mis dedos en la tierra, casi
sin fuerza. No pude impedir que me echara de nuevo en el hoyo del que había
salido y lo tapara otra vez.
Cuando desperté, aterrorizada, estaba en la habitación de hotel donde había pasado mi luna de miel, en México, como siempre había querido, y el vestido de novia seguía colgado donde lo había dejado la noche anterior. Los nervios por el matrimonio y las fechas en que nos encontrábamos me habían jugado una mala pasada. Suspiré aliviada. Mi recién estrenado esposo no estaba en la cama para poder calmar el desasosiego que tal pesadilla me había causado, así que me levanté para darme un baño que desprendiera de mi carne la piel de aquel horrible sueño. Algo cayó al suelo. Era el colgante mixteco de oro y jade que había extraído de aquella excavación cerca de Xayacatlán de Bravo, mi algo viejo, mi algo prestado y mi algo azul. Estaba particularmente orgullosa de haberlo conservado para mí. Costaba una auténtica fortuna, pues había sido fabricado unos setecientos años antes de Cristo. El valor que yo le daba, enamorada como estaba de los yacimientos prehispánicos, era incalculable, y haberlo hallado justo antes de la pedida de mano de mi actual marido era sin duda una señal de que debía poseerlo. Lo había mantenido en una caja fuerte hasta el día de la boda. Y era el momento de seguir luciéndolo con orgullo. Volví a ponérmelo y abrí el grifo del agua caliente para llenar la bañera.
Él también debía de valorarlo mucho, está claro,
porque mientras yo me desnudaba para entrar en el agua jabonosa, entró con
sigilo y me golpeó fuertemente el cráneo con algún objeto metálico. Noté cómo
mis vértebras se partían, dejando mi cuello en un ángulo que no me permitía ver
qué hacía, pero sin duda me había quitado el colgante, y me estaba arrastrando
por los pies. Esperaba que me enterrase según el rito mexicano para poder
regresar, de nuevo, el próximo Día de Muertos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario