
Eso se suele decir cuando se tiene mala suerte, ¿no?: que "te ha mirado un tuerto"-que pobrecitos tuertos, digo yo-. Pues a mí han debido de mirarme unos tres o cuatro a un mismo tiempo, quizá cuando iban a cruzar la calle de camino a la tienda de ojos de cristal. Ya se sabe, primero miras a la izquierda, luego a la derecha... Y ¡pLAS! Date por jodido si interfieres en su campo de visión. Te sale la nubecita gris encima de la cabeza, lloviendo y tronando incansablemente. Y claro, terminas constipándote.
Lo malo de la mala suerte es que puede pasar de ser mala- valga la redundancia- a ser funesta en un santiamén. Vaya, que si la nubecita toca mucho la moral y te compras un paraguas, es posible no solo que se rompa, sino que una de las varillas se te clave en un ojo, pasando a formar parte del gremio tuerto que no solo la sufre, sino que también -al parecer- la contagia. Hablando claro, te puedes convertir en gafe, agorero, cenizo, aguafiestas y demás sinónimos. Esto, señoras y caballeros, es lo que me ha ocurrido a mi esta semana. No he podido tener peor suerte. Bueno, de hecho creo que no la tengo ni buena ni mala, sino que no la tengo.
No solo he sufrido la nubecita y el consiguiente constipado, sino que se me ha estropeado el coche, olvidé en casa la entrada para el concierto de Stravaganzza del viernes, estoy recluída en casa por la nevada, y tengo un puteo que lejos de alejarse, está alejando a los míos por si saltan chispas... Y hay males peores,ya, pero en este momento, no me sirven de consuelo.
Y ya que de ojos va la cosa, os dejo un microrrelato que encontré en mi frustración agorera. Desconozco el nombre del autor, pero es muy interesante:
Perdió el ojo. Y lo peor: jamás volvió a encontrarlo. Fue un jueves por la
tarde. La ciudad estaba revuelta y ella caminaba sin rumbo, arrastrando los pies
y la tristeza. Lo vio pasar. Se cruzaron un segundo. Le echó el ojo.
Nunca
pudo recuperarlo.